lunes, 4 de mayo de 2015

El Hombre Mundano contra el Genio (o cómo derrotar a Sherlock Holmes)



El de sobra conocido Sherlock Holmes llevaba una temporada extraña. Que él dijera eso ya suponía algo a destacar. El hijo de su archi-enemigo, Moriarty Jr., lo acosaba cada semana con estratagemas básicas, trampas dignas de niño obtuso o de bromista sin imaginación, como el que coloca un cubo de agua encima de una puerta entornada. Al principio Sherlock le supo ver el lado bueno, y lo tomaba como ejercicio periódico para mantenerse en forma, pero llegó un punto que hasta su paciencia –porque él también la tiene como sólo Watson sabía– tuvo que quejarse de aquel energúmeno que no era digno del renombre de maldad que su padre extendió.
En la siguiente vez, decidió derrotarlo ese mismo lunes antes de dedicarse a un nuevo caso. Lo arrinconó tras desbaratar el nuevo plan y le exigió sobre su insistencia:
Es porque sé que puedo derrotarte.
Sherlock sonrió fingiendo que le divertía. En el fondo deseaba lanzarlo por el vacío que rodeaba la azotea de tan peculiar escenario. De ser inmortales los hombres, se habría dejado llevar.
¿No es por vengar a tu padre?
Para nada. Era alguien odioso que jamás supo hacerse de querer.
Entonces déjame en paz si acaso no es la venganza tu motivo.
¿Y si lo es me dejarás atormentarte hasta en la tumba?
Tampoco. Es una forma de hablar para que, hasta un tipo como tú, lo entienda.
Pues muy bien.
Dime, ¿sabrás dejarme en paz de alguna forma?
No hasta que te derrote.
¿Y cuántas veces son...?
Si no supiera que puedo derrotarte no insistiría.
Son suposiciones, y repetirte no aportará jamás –destacó– nada más. ¿Acaso no has leído mis libros?
Sí. Los adoro. Y por eso mismo sé que no eres invencible.
El detective posó su mano en la barbilla. Deseó tener la pipa a mano: ese hombre lograba provocar en él un mínimo de reacción.
Por tu gesto –continuó el intento de villano– intuyo que deseas saber. Vaya que sí. Déjame explicarte.
Venga –dijo y bajó la mano–. Adelante –invitó y resopló.
Mi insistencia es por dos motivos. La primera es porque no hay nada seguro en este mundo, por lo que el concepto del cien por cien es erróneo...
Bueno, tú y yo existimos. La verdad es real si es posible ser creída.
Bien que me parece, porque apoyas que tampoco hay una infalibilidad. Mi padre siempre me ganaba jugando al ajedrez, pero yo sabía mejor que él que tenía sus días malos, que su mente no podía estar al máximo rendimiento todo el tiempo, que incluso él cometía errores... sólo era cuestión de ser paciente e intentarlo.
Tú también funcionas por esa variable.
Pero como me lo tomaba más en serio, me sucedía menos.
Si hubiese sido en un juego a muerte no habrías tomado esa estrategia. Dime, ¿lo llegaste a ganar?
Jamás lo derroté, pero sí logré arrinconar a su rey lo suficiente como para tener en cuenta cada una de mis jugadas siguientes. Bien sabemos qué expresión ponía cuando se tomaba algo en serio.
Sherlock se mantuvo. De verdad necesitaba esa pipa.
Lo segundo es que, a cada intento, aprendo y mejoro. La derrota me hace más fuerte, tú me lo enseñas con tu odio indirecto y casi inexistente. Eso ayuda a que el primer motivo vaya descendiendo –acomodó un poco mejor los pies–. Noventa y nueve, noventa y ocho, noventa y siete... tarde o temprano estaremos en igualdad de condiciones.
Las personas no funcionamos por porcentajes como las máquinas.
Puede ser, pero para mí es la verdad –remarcó–. Soy mejor cada semana, aunque no te percates. Ése es tu problema, señor Holmes, que olvidas cómo es la naturaleza innata de las personas debido a que tú tuviste que aprenderla. Funcionas por teorías, eres el maestro de ellas gracias a tu inteligencia y poder de deducción tan certero. Pero eso te ha encerrado en una burbuja de divinidad. Y que yo sepa...
Los dioses no existen –aventuró Sherlock como final de la frase.
También fue el final del discurso por cómo el vil se dio la vuelta y comenzó a huir. El detective no hizo nada por evitarlo. El hombre se detuvo en su escape y giró su rostro para mirar y hablar por encima del hombro:
Señor Holmes, decenas y decenas de casos lo alaban, pero en ninguno de ellos ha perdido. No le puedo desear peor suerte a un hombre.

El rival desapareció por la cornisa, saltando convencido a la escalera de incendios que habría justo debajo. Sherlock dejó pasar unos minutos, evaluando lo hablado y soñando despierto con tabaco. Comenzó a andar y sonrió con sinceridad; le empezaba a caer bien ese hombre.

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