viernes, 4 de julio de 2014

Últimamente la Cama Cruje Mucho



Como cereales pasados, uñas rotas amontonadas o como un montón de ceniza de la que no determinas su procedencia. Vosotros ya me entendéis qué clase de crujido, ese que preocupa más su tacto que su sonido. Cuando me siento en la cama antes de acostarme lo noto, desde hace pocas noches vivo esa forma bajo las caderas, como si fuera una masa que se amolda con extraña educación. Me devuelve las gracias con los crujidos y luego se calla casi toda la noche, salvo en raras ocasiones que me giro. Entonces se vuelve a callar.
Al contrario que el grillo. Llevo dos noches aguantando su cantar en algún lugar de la calle. A nadie le interesa su monotonía, pero es de los músicos que no para ni se da cuenta hasta que es demasiado tarde. Creo que por eso Kurt Cobain se suicidó. Intento ignorarlo con maestría, pero por el otro lado del ring están los ronquidos de mi madre. Ella acusa que no puede dormir muchas noches, así que entiendo que ella debe de meditar o trasnochar roncado. Cada noche. La mujer está mayor; al igual que el colchón. Demasiados problemas económicos como para cambiar a cualquiera de los dos.
Vivo con ella a falta de una vida mejor. Apenas nos hablamos, puesto que aprendí de su individualismo a la perfección. Nos saludamos y ella se va a cuidar ancianas con enfermedades en la piel. Cualquier día me veo a mi madre regresar con lepra. No me sorprendería. Me preocupa más que algún día tenga que cuidar de ella, porque ¿de qué le hablo? Apenas la conozco. Ya digo, demasiado individuales, solitarios y personales.
Me levanté de la cama. Ésta me pidió con disimulo que volviera. Salí del cuarto y me dirigí al aseso atravesando el pasillo hasta el fondo, lejos de cualquier sonido maleducado, de la sinfónica que no conocía los intermedios pero sí los bises de su único éxito mono-tema. Encendí la luz y por un instante creí que algo la tapaba, como si por un momento le costara recordar qué era ser luz. Oriné, escupí flemas de alergia y me dispuse a meter el pie dentro del lavabo. Lo mojé, le eché jabón, frote sin cuidado y volví a mojarlo. Ahí se ubicaba el motivo del porqué no podía dormir de seguido. Bajo el dedo pulgar, y entre el índice y medio (¿en un pie es justo llamarlos? Son todos iguales salvo el hermano gordo) habían pequeños granos blancos. Picaban a rabiar y nada parecía acabar con ello. Había probado el agua, el jabón, dejarlos al aire, agua hirviendo, medicina cutánea... pero nada. Seguían igual de gemelos e imperecederos. Me había acostumbrado a ellos, pero tenían que entender que el médico tarde o temprano encontraría la solución, una cada vez más radical. Por mí como si contrataba un asesino a sueldo para terminar con mi sufrimiento, sólo quería que acabara y ya está.
Conforme volvía al cuarto el eco del grillo aumentaba y mi sueño se trastocaba todavía más. Creo que el puñetero se había acercado más a la casa, porque el eco del pasillo coreaba su peculiar cantar. Todos los admiradores de la mierda son así de extraños. Me metí dentro de la cama, no di las buenas noches al crujido y me dispuse a esquivar los ronquidos y al grillo. Lograron una encerrona y me quedé en medio como estúpida víctima. Encima se usó armas químicas prohibidas conforme noté a mi nariz volver a taponarse por culpa de la alergia. Maldije hasta a mi alma y de repente el ruido se relajó por uno de los lados. El grillo se había callado, y sentía que no de forma normal. Estaba ruidoso y se calló a mitad de la emisión de su naturaleza. Parecía ser que no era el único al que le molestaba.

Aprovechando que ya era de día quedé observando la rotura en la base de una pared del pasillo. Era como si hubiese reventado desde dentro, se podía ver la negrura de agujero que quedaba entre las dos pequeñas partes de la base abierta. Quizás el tabique estaba cediendo por dentro. Los pilares eran viejos, el techo y la paredes tenían la misma edad; e incluso el suelo... todo en mi vida, salvo yo, estaba ruinoso y desgastado por el tiempo. A veces me sentía así.
Fui a la cocina a desayunar y mi madre ya no estaba, se habría marchado ese día al hospital a acompañar a alguna de las dosis gratuitas de dermatitis necrótica. Imaginaba a mi madre, lenta como la agonía, recogiendo como coleccionista restos y escamas para acumularlas en un enorme saco. Por mi parte hacía tiempo que no iba por el hospital, no suelo ponerme enfermo de seriedad o sugestión. Recuerdo la época en que fui por culpa de un familiar enfermo. Aprovechaba esas visitas para inspirarme y fantasear que me tiraba a alguna de las interesantes y dedicadas enfermeras, o incluso a alguna enferma que pedía que le alegrarán el día. El último día. Vi demasiadas camillas recubiertas de sábanas y formas, y ahí es cuando se me quitaba la tontería de la fantasía. Una o dos horas después volvía a comenzar. Se retomó el picor en el pie y contuve la tentación de darle placer rascando. Terminé de desayunar sin notar el sabor, más centrado en el hormigueo en uno de los dedos. Me pregunté si eso se iba a extender a los dos últimos dedos que en apariencia seguían sanos. Miré y quedé analizando. Qué feos son los pies.

El día pasó y la noche llegó. De forma idéntica al día anterior. Qué preciso y profesional, qué maniático el tiempo cuando no se le provoca.

Volví a la cama y recibí con cierto cariño el crujido. Tardé en dormir por culpa de los ronquidos. El grillo ya no se escuchaba, de verdad lo había pisado o comido alguien. Me levanté inquieto y abrí la ventana. Asomé y quedé observando, pero sobretodo escuchando. No parecía haber ni un alma, si la hubo fue el día anterior y, como siempre, llegaba tarde. Me dejé llevar y quedé hipnotizado por el paisaje nocturno. Era una zona de la ciudad olvidada y tranquila, y hasta eso tiene su gracia. Para un corazón solitario era una droga, una constante de pensamientos que sabías que nadie te iba a interrumpir. Me cansé y cerré la persiana. Me volví a tumbar y crujir. No conseguía dormir, el concierto de mi madre estaba en su clímax. Me levanté y encendí el ordenador para navegar un rato por Internet. Hasta la red de redes estaba somnolienta y aburrida, pareciendo más entretenido el ventilador de la torre de ordenador que le había dado por tartamudear; o de sufrir amnesia al no recordar por momentos cuál era su función. Bostecé por enésima vez. Me masturbé, puesto que una vez oí a un médico por la televisión decir que era bueno para irse a dormir. La verdad es que me daba igual si era cierto o no. Volví al crujido.

El día no presentaba novedades. Me propuse hacer todo tipo de acciones nuevas como mirar pasar la escasa cantidad de gente por la calle, intentar meditar en el patio, mezclar una nueva clase de almuerzo o llamar a un amigo con el que hacía tiempo que no compartía palabras. Todo resultó en algo aburrido o poco emocionante, y volví a mis costumbres diarias que al menos no me daban mala impresión.
La noche seguía con sus novedades. Escuchaba pasos cada quince minutos exactos. Con mucho disimulo entreabrí apenas la persiana y quedé mirando por una de las rendijas superiores de la persiana. Era una prostituta. En mi jodido barrio apartado del planeta había un alma ajena, bienvenida por estar manchada de desgracias de la injusta vida. Una puta. Bastante guapa. Al menos por fuera. Empecé a darle vueltas del porqué estaría por la zona si allí no podían haber clientes. Tras una hora observándola (tengo al insomnio mal acostumbrado) un coche vino. Bajó la ventanilla del conductor y habló con la señorita. Parecieron haber quejas y palabras escupidas. El coche se marchó y ella volvió a apoyarse en la esquina, estaba vez con los brazos cruzados de una forma enojada. Seguí observándola y al final sentí como me miraba. Sus ojos estaban fijos en un punto y tenía la sensación de que era hacia mí. Tragué saliva y sin decidir nada de forma consciente volví a la cama. Quedé escuchando espalda contra la ventana sin poder dormir. No escuché más pasos. Cerca del amanecer, si no lo era ya, escuché al coche. No se abrió ninguna puerta para que bajara o subiera alguien. El vehículo se fue como vino. Mi cama crujió.

Monotonía en el día. Tampoco me importaba.

Por la noche volví a asomar en la ventana pero no hubieron señales de vida. De normal el barrio era silencioso, salvo por lo casual, como lo pueden ser un grillo o los tacones de una puta, pero esa noche tenía un silencio especial. Nada, no se escuchaba nada. Era la nada en su verdadero significado que sólo comprendes cuando lo vives. Ni por mucho que lo leas o te lo cuenten sabrás lo que significa hasta que la experiencia no lo mordisquee. Era como flotar en el espacio, aunque incluso eso tiene sonidos de zumbidos de nave, viento sideral de película o música New-Age. Nada. Puñeteramente nada.

El desayuno. La comida. La cena... todo el día solo. Mi madre debía de tener mucho trabajo. Cuando llegaba por las noches a casa yo ya debía de estar durmiendo... salvo que yo estaba despierto estas últimas noches. No la he escuchado roncar. No ha roncado.
Me acerqué a su habitación y descubrí el olor. Su habitación estaba frente a la mía, y no me había percatado del olor. Abrí con lentitud la puerta y después la mente, también con lentitud por la visión a asimilar que yacía en la cama.

Podrido es quedarse corto; ni justicia a los restos de lo que fuera mujer. Estaba consumida, como si no tuviese, por sentido de alguna ironía, piel. Me picaba el pie a horrores, y por mucho que lo lavara con rabia de post-trauma no conseguía aliviar nada, empeoraba. Refugiado en el aseo recordé la mancha en la cama; la cama hecha mancha. Los restos con forma humanoide y la mirada ausente de ojos, culpándome de no haber podido salvarla, de haber tardado tanto en encontrar su cadáver. Mamá, espero que comprendas que no soy experto en descubrir cadáveres, ¡nadie lo es! Seguí frotando el pie hasta que pequeña pus bañó la planta. Vendé el pie y me pregunté casi cien veces qué debía hacer. Podía explicar a la policía que sospechaba de una prostituta y de alguien en un coche. Pero nadie creería ese relato por casual, porque el principal sospechoso bien puede ser el hijo ocioso y distante. De todos modos tampoco me podían culpar, el aspecto del cuerpo no era normal, no la habían matado de la forma convencional de una mente perturbada que se dignara a ser humana. Así que esperaré, miraré por la persiana a la espera de la puta.

No apareció.

Era de día y seguía en la cama. La cama crujía por cada leve movimiento que realizara. El olor había aumentado; tenía que haber cerrado la puerta. No tenía hambre, ni parecía querer surgir. Notaba que la alergia aumentaba y no podía respirar por la nariz, y a este paso tendría que hacerlo por las orejas porque la boca la notaba atragantada y raspada. Me masturbé convencido de que aquel médico también había dicho que era bueno para la alergia. Manché el interior de la cama y el pijama. Pero no me importaba. Noté el nuevo olor, poco agradable, pero al menos sabía su procedencia, era por mi culpa y de nadie más. Decidí levantarme para ir al aseo y descubrí con inquietud que ya era de noche. Allí noté que mi cuerpo olía mucho a líquido masculino, amargo y salado. Provocado por el olor, tuve la tentación de coger el gel de baño y volver a hacerlo... una sombra tapó por un momento la luz del baño. Giré a mirar pero no vi nada. Algo se movió por una esquina del techo. Miré y nada. En la otra punta. Nada. De nuevo algo tapo la luz. No la cubría del todo, y esta vez duró un segundo más. Creí ver lo que era.


Cucarachas, algunos se atreven a decir que son de los seres más perfectos. Que les jodan. Yo incluido. Me encuentro escondido sobre el techo de mi propio hogar, y pronto bajaré a la cama para seguir durmiendo tras una media noche intensa. Estoy tocando el pecho de una prostituta, un hermoso pecho que aún no me atrevo a lamer. Es difícil cuando es lo único cuerdo en forma física que queda de ella. Paso con lanzamiento el pecho a la otra mano. Su tacto es bastante confortable y ayuda a evadir la mente del problema actual. Me parece ver algo salir de la base de la teta. No me importa. A estas alturas de la noche que hagan lo que quieran.
Miro alrededor de lo que supone ser un desván olvidado. Nadie sabía que esa zona estaba allí, siquiera el anterior dueño. La casa es vieja, es lo único que todos sabíamos; o a esas alturas, es lo único que sé. En mitad del desván, con pocos objetos cubiertos de polvo, diario del tiempo, el cadáver irreconocible de la bella mujer yace posando para nadie, salvo para mí. No sé que hubiera dicho mi madre de haber llevado al fin una mujer a casa. Al menos no hubiera estado obligado a acostarme con ella.
Mil imágenes sobrevinieron.
¿Por dónde iba? Ah, sí, cucarachas. Una vez escuché sobre alguien que murió por culpa de una cuando ésta se le lanzó volando contra el pecho y lo hizo resbalarse y caer escaleras abajo. Por otro lado sí conocía un caso real de un amigo llamado Gregorio. No sé cómo, una acabó dentro de su cabeza, quizá metida por la nariz, y durante un instante creyó ver y sentir como una, comprendiendo un secreto del Universo bastante importante que define el resto de una vida. Claro está, Gregorio no vivió muchos días más, pero le fue suficiente para llevarse el secreto de la perfección a la tumba.
Son perfectas porque trepan, vuelan, lo comen todo, pueden vivir sin cabeza, se congelan y se ríen del señor Disney, tienen exoesqueleto, son pequeñas y tienen el don de la mayoría de insectos de ser muchas. Demasiadas. Viven en cualquier clima y situación, lugar o condición. Viven. Las desgraciadas viven mejor que nosotros. Siempre me pareció exagerado que de haber una guerra nuclear sólo vivirían ellas y las ratas. No me lo termino de creer porque las ratas son mamíferos y, a menos que se alimentasen de sus propios tumores y cáncer, no sé qué podrían hacer por mucha inmunidad al sida que tengan. Sin embargo de las cucas me lo podría creer. De esas soberanas hijas de la gran puta me lo creo...
A estas alturas me lo creo todo.
Estornudé y noté líquido en mis oídos. Estaba tan tapado por la alergia que respiraba por un hilillo milagroso. Me armé de valor y comencé a salir de allí. Bajé la pared exterior de la casa que había subido para acceder a la zona secreta y tuve el deseo de salir corriendo por mitad del vecindario. Como si estuviese loco, pero vestido, como si buscara por ayuda pero me alejara de toda forma viva. Sólo quería escupir al mundo, aunque a estas alturas sigo sin tener el valor. ¿Dos muertos iban a marcar la diferencia? Por supuesto que no.

Volví a la cama y el crujido se descubrió delicioso, lleno de líquido y tripas. Antes de quedar mi pie abierto para comenzar a ser devorado, antes de que el colchón lo imitara, hice deducciones de qué abría allí dentro, sobre qué había dormido cada noche. Un cadáver era la respuesta más vulgar. Muchos de ellos sería redundante. ¿Qué tal tripas que no se descomponen? Tripas de animal que al escarbarlas descubres un corazón humano. Sí. Eso molaría mucho. De ahí mis pensamientos se desviaron a una especie de Mister Potato hecho con un corazón de verdad y al que se le tiene que añadir ojos, dientes y deditos también de verdad. Después recordé la última comida familiar, donde lo más emocionante fue que la abuela casi se atraganta. Qué alivio dan las risas frente a lo extremo que podía haber sucedido. De ahí al velatorio de una amigo. Por increíble que me pareciera, hizo menos que yo en la vida. Pensé en mi par de novias y cómo jamás conseguí convencerlas de hacer un anal. En mi colección de porno de la que me arrepentía no haber visto desde hacía tiempo. Pensé también en mi tío, que me enseñó el arte de amar a una mujer y tocarse en su honor. En mis primos y las borracheras con el pelo lleno de vómito... era la pierna la que dolía ahora. Seguí pensando, inspirado por el sonido de la tela del colchón rompiéndose con paciencia. Quise seguir inspirado y quise tocarme una última vez, ésta vez en mi honor. En mitad del proceso noté algo dentro de mi glande, y eso no me hizo parar; todo lo contrario. Terminé en todo sentido posible. En todo.

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